La verdad que prefiero, una y mil veces, la sobriedad republicana al escarnio público. Y, acaso por haber estado tantas veces dando peleas en soledad contra poderosos que se creían invulnerables y portadores de una suerte de deidad, es que llegada esta instancia de bandidos esposados y escoltados por un batallón de hombres armados, casi innecesariamente, me produce vergüenza ajena y hasta malestar existencial que se monten espectáculos públicos que, por exagerados y ramplones, suenan a venganza o, en el mejor de los supuestos, a burlas pueriles, destempladas y oportunistas. No pasan del nivel de brulotes de paupérrima factura intelectual.
Por Rubén Pagliotto (*)
(especial para ANALISIS DIGITAL)
Sinceramente y de nuevo: ¡no me gusta! No lo veo (ni imagino) al juez Sergio Moro, a la cabeza de la operación Lava Jato de Brasil, ni a los integrantes de la mani pulite italiana protagonizando escenas grotescas, rayanas en lo vulgar y vengativo. Ellos no necesitaron ni necesitan demostrar nada. Ellos lo hicieron cuando aquellos que hoy pasan sus días en lúgubres presidios gozaban de las mieles del poder con proverbial altanería y veleidades propias de los que se sienten impunes.
¿Saben qué pasó en nuestro país y también en nuestra provincia? Que jueces y fiscales (siempre existen excepciones) tiempistas y mediocres se hicieron los distraídos y nunca se animaron con el poder. Entonces, de no hacer nada, ahora pasaron a hacer todo y, en esa suerte de totalidad arrasadora, de paso, se llevaron puesta, hiriéndola de muerte, a una de las conquistas más importantes del Estado constitucional de Derecho como es la de la libertad del imputado, como regla, durante el proceso.
La inacción es condenable. Pero la sobreactuación de los conversos es mucho peor. Y peligrosa. Sobre todo peligrosa porque el poder y nada en la vida es para siempre.
* Abogado denunciante en causas de corrupción desde 1996. Ex fiscal adjunto de la Fiscalía de Investigaciones Administrativas de Entre Ríos.
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