El padre de Atahualpa, José Demetrio Chavero, había sido en realidad un peón de ferrocarril «de cuarta o quinta categoría», además de domador de caballos y buen bailarín de escondidos y lanceros. Era un criollo -sus antepasados se habían instalado en la zona de Loreto, Santiago del Estero, a comienzos del siglo XVII- con algún rastro de sangre india. Por eso en casa de los Chavero se hablaba quechua. La madre de Atahualpa, Higinia Haran, era hija de vascos. «Llevaba en mi sangre el silencio del mestizo y la tenacidad del vasco», escribió Yupanqui en su libro de memorias El canto del viento.
Héctor nació el 31 de enero de 1908 en el Campo de la Cruz, a mitad de camino entre Pergamino y Colón, en el norte de la provincia de Buenos Aires. En su casa sonaban las vidalas en manos de su padre y su tío, pero su primer gran maestro de guitarra fue Bautista Almirón, un músico culto que le hizo escuchar a Schubert, Liszt, Bach, Beethoven, Schumann, Scarlatti. «Toda la literatura guitarrística pasaba por la oscura guitarra del maestro Almirón, como derramando bendiciones sobre el mundo nuevo de un muchacho del campo, que penetraba en un continente encantado», rememoraba Yupanqui.
Sin embargo, su fascinación eran los cantos anónimos de los gauchos en los galpones, cuando el viento traía su «alquimia cósmica» al final de las jornadas de trabajo. «Mientras a lo largo de los campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa comenzaban su antigua brujería.» Después de colarse en esas rondas de paisanos («El destino del canto era serio, porque estaba ligado al destino del hombre»), Héctor volvía a su habitación acatando el silbido del padre. Entonces, «me tendía sobre mi pequeño catre de tientos, sintiendo que el corazón me dolía de tantas emociones».
Su primer contacto con la muerte fue cuando vio cómo asesinaban de tres balazos en la espalda a Genuario Bustos, un gaucho al que admiraba. Lo vio caer mientras montaba en su redomón, y las últimas palabras de Bustos le quedaron grabadas para siempre: «¡Así no se mata a un hombre!». Pero la vida le cambió de verdad el 15 de noviembre de 1921, cuando don Demetrio, sin dejar su puesto de trabajo, se pegó un tiro con la Smith & Wesson que siempre tenía a mano.
Así es como Héctor se salteó la adolescencia. A punto de cumplir 14 años, y sin abandonar la escuela, pasó a ser jefe de familia. Trabajó en un depósito de carbón y forraje, y empezó a hacer changas en una escribanía. A los 16 entró en la redacción de La Verdad de Junín como tipógrafo y corrector de pruebas. Mientras accedía al mundo cultural por los márgenes del periodismo, firmaba sonetos «malísimos» en el periódico escolar con el alias de Atahualpa, en honor al último soberano del Imperio Inca. Años después se agregaría el Yupanqui, y sabría que el nombre completo, desarmado y traducido del quechua, significa algo como «El que viene de lejos a contar». Siguiendo un mandato que lo haría célebre («El hombre es tierra que anda»), desde entonces no dejó de moverse. «Es Yupanqui el que me lleva por el mundo», diría años después. «Mi otro yo interior se quedó junto a las espuelas de mi padre mirando una vieja pampa y un caballo perdido.»
Su primera composición acabada, entre los 18 y los 19 años, fue «Camino del indio», convertida más tarde en himno de la causa indigenista. De los valles calchaquíes a la ciudad de Buenos Aires, de Pergamino a Bolivia, Yupanqui viajaba con su guitarra sin estuche por todas partes, muchas veces montado a caballo, tocando donde podía (alguna vez dijo que su debut porteño fue como número vivo previo a la transmisión radial de Firpo-Dempsey, la histórica pelea de 1923). En el 31 se casó en Junín con su prima María Alicia Martínez y, en busca de una mejor situación laboral, se mudaron a Tala, Entre Ríos. Años después Yupanqui resumiría así su currículum a la fecha: «Desconocido músico, ignorado coplero, improvisado maestro de escuela, tipógrafo, cronista, vagabundo y observador».
Los Chavero-Martínez tuvieron allí a su primera hija, Alma Alicia. Pero Yupanqui no iba a ser nunca un padre de familia. En el 32, mientras nacía su segundo hijo (Atahualpa Roberto), se sumó a la revuelta yrigoyenista de los hermanos Kennedy, tres entrerrianos duros de origen irlandés que lideraron un levantamiento contra Uriburu. Un hecho permanecería como sombra en la memoria del cantor: el asesinato a quemarropa del policía que custodiaba la puerta de la comisaría de La Paz, un paisano que ni sospechaba el conflicto político que lo había convertido en blanco. Para Yupanqui, ese policía era como el carcelero que veinte años después lo vigilaría en Devoto. Un esclavo del poder.
La revuelta fracasó y los insurrectos debieron fugarse por el río Uruguay. Dejaron sus caballos en el camino, se refugiaron en la Isla de las Víboras y sobrevivieron asando carne de iguana. Atahualpa se exilió en Uruguay y en el 34 volvió y se radicó en Rosario, o más bien hizo base, porque nunca se quedaba quieto. Al año se fue a Tucumán, donde vivió una década crucial, en la que escribió algunas de sus mejores canciones. Yupanqui ya era un músico de prestigio. Radio El Mundo lo convocó para su inauguración de 1935 y en el 36 empezó a grabar para el sello Víctor. Ese año nació su tercera hija, Lila Amancay. Sin embargo, el matrimonio se rompió y María Alicia regresó a Junín con sus tres hijos. Yupanqui casi no participaría de sus crianzas, como tampoco estaría para Quena, la hija que tuvo en Tucumán con la pianista Lía Valdez, a quien dejaría a mediados de los 40 por otra pianista.
Antonietta Paule Pepin-Fitzpatrick, alias Nenette, había nacido en 1908 (como Atahualpa) en una isla colonial francesa de la costa este de Canadá. La familia se mudó a Francia durante la Primera Guerra Mundial y Nenette, al finalizar el secundario, viajó a Buenos Aires con una compañía de danza. Se quedó y se desarrolló como concertista de piano, compositora e investigadora musical. Conoció a Yupanqui en Tucumán, en un viaje de estudios folclóricos en 1942. Después de un par de años de relación epistolar, en el 46 empezaron a convivir y alumbraron a Roberto, al que el padre apodó el Kolla, el único hijo que Yupanqui reconoció cabalmente y más allá de la ley. Además de estar juntos -muchas veces a la distancia- hasta la muerte de ella en 1990, Nenette y Yupanqui constituyeron una de las duplas autorales más fructíferas y elevadas de la historia argentina. Muchas de las mejores piezas de Yupanqui -«Luna tucumana», «El alazán», «Guitarra, dímelo tú», «Indiecito dormido», «Chacarera de las piedras»- fueron potenciadas por los arreglos clásicos de Nenette, progresiones armónicas que componía al piano y que Yupanqui traducía en arpegios criollos cargados de misterio, constelaciones bordadas en ese «cielo al revés» que era para él el paisaje pampeano.
Para los créditos fonográficos, y atendiendo al prejuicio de la época y de la escena folclórica, Nenette eligió firmar con un seudónimo autóctono y masculino: Pablo del Cerro. Pablo por Paule, y del Cerro por el Cerro Colorado, el pueblo perdido en el norte de Córdoba, cerca de Santiago del Estero, que la pareja había convertido en su refugio. Y del que Yupanqui diría alguna vez: «Acá es donde empieza América Latina».
Yupanqui y Enrique Gómez Molina se habían conocido a fines de la década del 30. Gómez Molina trabajaba en la extracción de minerales, pero también tenía un proyector de películas, una novedad tecnológica con la que recorría los caminos. Un día los dos decidieron montar una especie de cine itinerante. Salían a la ruta en un camión desvencijado, paraban en los pueblos y proyectaban cintas mudas del viejo Hollywood en una sábana atada a dos árboles. Cobraban diez centavos al que quisiera ver la pantalla de frente y cinco al que se conformara con el dorso. Después, Yupanqui tocaba algunas canciones y la varieté cerraba con una competencia de malambo.
Así llegaron al Cerro Colorado, en cuyos alerones de montaña se escondían las pinturas rupestres talladas cientos de años atrás por sanavirones y comechingones, esos soles, llamas y deidades grabados en piedra que Leopoldo Lugones había encontrado a comienzos del siglo XX. Yupanqui, lector de Lugones, se emocionó ante las pinturas. Pero más allá de ese rasgo etnográfico que le interesaba, el Cerro era un buen lugar en el que descansar, tomar algo, pasar el rato entre paisanos y chinas, jugar a las cartas y tocar la guitarra.
En 1938, en una de sus primeras visitas, Yupanqui estaba en la pulpería de los Argañaraz, en la entrada del pueblo, cuando apareció un chico de unos 15 años y le preguntó si podía ir a tocar unas canciones para su padre, que estaba inválido en su rancho. Yupanqui accedió y cantó para el viejo, Eustasio Barrera, que quedó encantado. (Su hijo sería también un guitarrista legendario que pasó a la historia como el Indio Pachi.) Cuando volvió al Cerro, unos meses después, la función privada se repitió. Don Barrera, emocionado al final de la guitarreada, le dijo en gesto de gratitud: «Este es mi terreno. Tire un par de lazos y elija dónde armarse un rancho para venir a descansar cuando lo necesite». Yupanqui ya era medianamente conocido, pero su situación económica era precaria, y lo seguiría siendo durante un par de décadas. Así que no dudó en aceptar el don. Tiró unos lazos en un páramo sobre el río Los Tártagos, metido entre los cerros, y de a poco, a lo largo de los años, fue armando ahí su rancho, un lugar apartado de las batallas políticas, las mujeres perdidas, los hijos abandonados. Sería también la casa vacacional que tendría con Nenette y el Kolla, lejos del domicilio oficial en el barrio porteño de Las Cañitas, y un lugar al que volver entre las largas estadías parisinas que se hicieron regla a partir de fines de la década del 60, cuando Yupanqui conquistó el mundo con su guitarra. Hoy la casa es un museo que atrae a curiosos y adoradores, y es el principal atractivo turístico de este pueblo rural de 300 habitantes.
Es un domingo de niebla de comienzos de otoño y en el Cerro Colorado podría ser cualquier tiempo. Excepto por el tendido eléctrico o el paisano que negocia por celular la transacción de un potro por una mula montado en un alazán de buena prestancia, este páramo se parece bastante al lugar al que llegó Yupanqui hace 80 años. El almacén de los Argañaraz sigue ahí, pero el otro boliche al que solía ir, el de Justiniano Martínez, hoy es un buffet oscuro que despacha helados marca Grido.

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