PRIMERA NOTA: ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE ATAHUALPA YUPANQUI (ROBERTO CHAVERO).

El 15 de mayo de 1946, en Abra Pampa, Jujuy, 174 kollas comienzan una peregrinación a Buenos Aires para reclamarle al gobierno nacional la restitución de sus tierras. Luego de casi tres meses y 2.000 kilómetros de marcha, el llamado Malón de la Paz entra en Plaza de Mayo con sus mulas y carretas. Es un día invernal radiante y los porteños reciben a los expedicionarios con una mezcla de admiración y curiosidad pintoresquista. El general Perón los saluda desde el balcón presidencial vestido con su uniforme militar y los invita a una reunión en el jardín de la Casa Rosada. Los kollas no lo pueden creer: es una reivindicación inédita para los sobrevivientes de un pueblo sometido y esclavizado.

El Estado los aloja en el Hotel de los Inmigrantes y durante un par de semanas los kollas desfilan por todos lados. Incluso juegan un partido de fútbol como preliminar de un River-Boca. Pero algo huele mal en el fondo de todo ese raid mediático; la estadía se alarga y las respuestas no aparecen. El 27 de agosto, sin aviso previo, el gobierno decide que es hora de que los indios vuelvan a casa. En la madrugada del 28, la Policía Federal gasea los dormitorios del hotel y se lleva a los kollas de los pelos. En Retiro los obligan a abordar un tren al noroeste, donde los esperan los capataces con el látigo en la mano.

El 1º de septiembre, Héctor Roberto Chavero, mejor conocido como Atahualpa Yupanqui, publica un artículo en el periódico comunista La Hora titulado «¡Hermano kolla!», en el que se solidariza con los indios reprimidos. «Todas las voces del arte barato, del provincianismo comercializado, te llamaron a sus centros», escribe Yupanqui en plena conmoción. «Hasta que al fin supiste cómo duele el engaño. Tú, indio del Ande, mestizo de la Puna, huésped de Buenos Aires, fuiste echado a patadas.»

A los 38 años, Yupanqui era uno de los cuadros intelectuales más importantes del Partido Comunista argentino (alineado en ese entonces con Stalin), y sostenía un enfrentamiento tajante con el peronismo, al que veía, en el tablero binario de la joven Guerra Fría, como una expresión criolla del fascismo. Yupanqui era ya una figura importantísima del folclore nacional, un juglar que recorría la patria cantando historias de gauchos e indios, y un investigador riguroso de las tradiciones musicales de cada región. Era el rapsoda de los desposeídos, el traductor de los silencios de la pampa («El hombre canta lo que la tierra le dicta»), un espíritu antiguo contando el drama humano en la era moderna. Un periodista anónimo lo describiría así: «Atahualpa es un hombre joven, pero su actividad es tan copiosa, y su fama tan larga, casi legendaria para muchos, que podría parecer cercano a la ancianidad».

«¡Hermano kolla!» le valió un lugar destacado en la lista negra del peronismo. A partir de ésa y otras columnas críticas, el camarada Yupanqui fue prohibido en radios, desaconsejado en escenarios y encarcelado algunas veces. La primera detención fue en abril de 1948, mientras tocaba la guitarra en una reunión partidaria. Al mes siguiente publicó en La Hora una columna en la que responsabilizaba de su situación a «los elementos reaccionarios y pronazis incrustados en el gobierno». «Es pública, pues, mi obra, como es pública mi pobreza», decía Atahualpa. Su fuerza, añadía, radicaba en su guitarra, en la que «caben todas las angustias de mi pueblo».

Cronista, soldado y rehén de un mundo en plena reconstrucción, Yupanqui se escapó a Montevideo en mayo de 1949. Tenía un hijo recién nacido -fruto de su relación con la francocanadiense Nenette Pepin- y otros cuatro a los que había dejado, como olvidados junto a sus madres, en tierras pampeanas y tucumanas. Después de algunas actuaciones en Uruguay, las filiales rioplatenses del PC, a instancias del Comité Central de Moscú, le armaron una gira por Europa del Este. Con una identidad falsa tramitada por el partido, Yupanqui voló a París a comienzos de agosto en un avión de KLM, previas escalas en Dakar, Lisboa y Ginebra. Veinte años después sería un ciudadano adoptivo de la capital francesa, pero entonces era un anónimo, «un artista errante, uno de los miles de desconocidos que transitaban las madrugadas de París mirándolo todo», como escribió en el libro La capataza. «Restaurantes, cafés, gentes y pintorescos tranvías, como si cada noche me estuviera despidiendo de ellos.»

Pasó un mes allí y luego voló a Praga. En Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumania tenía programados conciertos y participaciones en conferencias. Estudió los folclores de cada país y vivió la experiencia soviética en su momento triunfal, con la victoria sobre el Reich todavía caliente. El entusiasmo político de Yupanqui frente a la realidad socialista fue grande, y quedó documentado tanto en sus crónicas partidarias como en la correspondencia personal. «Anhelo fervientemente que esta experiencia (el comunismo) pueda realizarse en mi tierra nativa, cuanto antes», le escribió a Nenette en noviembre del 49. (Años después, desencantado con el comunismo y hojeando un libro de fotos de la Budapest de posguerra, le diría a su hijo: «No encontré allí pueblos con alegría».)

Los públicos del este quedaron fascinados por el sonido misterioso de esa guitarra. Aun cuando casi nadie le entendiera una palabra, sabían que sus canciones hablaban de la libertad, de la explotación del hombre por el hombre, conflictos universales que ellos adaptaban a su batalla cultural contra el capitalismo. Yupanqui ya había grabado para entonces un buen puñado de clásicos -«Viene clareando», «Piedra y camino», «El arriero»-, pero, más allá de su obra, era la vibración remota de esas cuerdas, la profundidad dramática de su voz lo que conmovía en todas partes. «La forma», diría Yupanqui muchos años después, «tiene que ser nacional y el contenido universal».

En ese viaje no llegó a Rusia porque los fondos del PC se acabaron antes. Volvió a París sin agenda, y le costó muchísimo hacer pie. Paraba en un hotel pulgoso del Barrio Latino y comía una vez al día. En ese tiempo conoció brevemente a Matisse y a Picasso, pero fueron dos poetas camaradas, Paul Eluard y Louis Aragon, los que movieron las fichas para que pudiera tocar. Los conciertos en La Maison de la Pensée y en la sala Pleyel fueron muy bien reseñados, y anticiparon un evento de quiebre en la carrera de Yupanqui, ocurrido en el punto exacto de la mitad de su vida.

«Edith Piaf cantará para Ud. y para el gran guitarrista argentino Atahualpa Yupanqui», anunciaban los afiches que empapelaron París en el verano europeo de 1950. ¿Cómo había pasado? Una noche en la casa de Eluard, Yupanqui conoció a Piaf, por entonces una estrella nacional de 34 años camino a convertirse en leyenda. No está claro si Piaf lo había visto tocar en Pleyel, pero en lo de Eluard se mostró fascinada por el sonido de su guitarra, su aura artística exótica, cargada de una rara modernidad. Le preguntó dónde estaba trabajando.

-En ninguna parte -le dijo Yupanqui-. Ya me vuelvo a mi tierra.

-No podés irte sin que París te escuche.

El 7 de julio, en el teatro Ateneo, en un concierto «pour la elite» (como lo definiría Atahualpa), el gorrión le cedió el cierre al payador perseguido. Cuando Piaf terminó de cantar, lo llevó hasta el centro del escenario de la mano, exclamó «Voilá Yupanqui!» y dejó que el guitarrero hiciera su embrujo. Después de tocar un set de milongas, bagualas y zambas, se retiró ante una ovación descomunal. Piaf le entregó la recaudación completa de la noche. «La necesitás más que yo», le dijo.

«Toqué como pocas veces había tocado», escribió Yupanqui en una carta a Nenette, ya cerca del regreso. El 20 de julio del 50, voló a la Argentina convertido en un músico de culto internacional. En su patria lo esperaban un gobierno que lo había confirmado como enemigo y un hijo de 2 años que no lo reconocía, y que empezó a patearle los tobillos cuando vio cómo ese grandote extraño se ponía a bailar con su madre.

Un día de 1957, Roberto «Kolla» Chavero iba de la mano de sus padres, Atahualpa Yupanqui y Nenette Pepin, por el microcentro de Buenos Aires para cortarse el pelo en Gath & Chaves. Cerca de la galería, la familia vio venir a un morocho macizo. Cuando les pasó por al lado, después de insinuar una sonrisa torva, el tipo inclinó la cabeza y dijo:

-Adiós, don Chavero.

Yupanqui respondió fríamente:

-Que le vaya bien.

El hombre, supo el Kolla después, era José Faustino Amoresano, uno de los dos cabecillas de la Sección Especial -el otro era Cipriano Lombilla-, adonde iban a parar muchos presos políticos durante el gobierno de Perón.

El peronismo ahora estaba proscripto y el general Aramburu, al frente de la autoproclamada Revolución Libertadora, gobernaba de facto la nación, pero el 1º de febrero de 1951, poco después de cantar con Piaf en París, Yupanqui había sido detenido -junto con el escritor Alfredo Varela- en la puerta de la embajada de la Unión Soviética en Buenos Aires, luego de asistir a la proyección de La caída de Berlín. Los policías pretendían que los dos afiliados del PC firmaran una declaración en la que admitían haber orinado en la puerta de la sede diplomática. Se negaron y fueron llevados a la Sección Especial.

En el despacho de Lombilla, a Yupanqui lo golpearon con furia y método. Según denunció en esos días el periódico Nuestra Palabra, los torturadores soltaron una máquina de escribir sobre la mano derecha del guitarrista (probablemente ignoraban que era zurdo) y le quebraron el dedo meñique. Luego fue llevado a un calabozo, donde lo desnudaron y le tiraron baldazos de agua sucia, tinta y desperdicios. Finalmente lo trasladaron a la cárcel de Villa Devoto, acusado de «orinar en la embajada de una superpotencia». Permaneció allí unas tres semanas.

«Toda esa etapa lo ayudó a elaborar el dolor, el miedo, el rencor», dice el Kolla en su departamento del centro de Córdoba. «Jamás le escuché una frase de reacción contra eso, sino una serena reflexión sobre todo lo que había vivido.»

El Kolla también canta y toca folclore, y este año grabó las coplas de «Juan Prisionero» que Yupanqui escribió en Devoto. Hay un pasaje que siempre lo ayudó a entender la ética de su padre: «Carcelero, cuando pasas/Haciendo sonar las llaves/Te veo como a un esclavo/De cosas que tú no sabes». «El no culpaba a los ejecutores», dice el Kolla, «sino a los ideólogos».

Un par de décadas más tarde, censurado también en el último tramo de la dictadura del 76, Yupanqui le envió a su hijo por correo un casete que recopilaba algo de la música que había estado escuchando en el último tiempo en París. «Estas canciones, Kollita, me han ayudado a estar cerca de mi patria…», decía antes de dejar correr versiones de temas suyos que había hecho Mercedes Sosa («Piedra y camino», «Luna tucumana», «El alazán»). También había dos grabaciones de Dino Saluzzi: «La añera», de Yupanqui, y «La algarrobera», una chacarera de José Gerez que el Kolla, cuando era chico, hacía girar una y otra vez en el tocadiscos. «José Gerez», decía Atahualpa en su mixtape telúrico. «El único de mis compañeros en las noches de música que fue a la cárcel a llevarme cinco pesos y un peine.»

La filiación de Yupanqui al PC se extendería hasta 1952. Esencialmente libertario, no podía durar tanto en la estructura verticalista y acatadora de la organización. Además, necesitaba trabajar. Sin dejar de ser opositor, Yupanqui estableció algún tipo de tregua frágil con el gobierno de Perón, nunca del todo dilucidada, pero a partir de entonces la prohibición se fue descongelando. En el 53 renunció públicamente al PC, que lo acusó de traición, entre otras tantas cosas. Yupanqui volvía a ser el llanero solitario que había sido. En su excelente biografía, En nombre del folclore (2008), Sergio Pujol resume el destino de paria del trovador, un caso simbólico del drama político nacional: «Para la derecha siguió siendo ‘ese viejo comunista’; para los comunistas, un traidor, y para los peronistas, un gorila». Finalmente «ese territorio, el de la soledad, era su verdadero país».

Una de las primeras apariciones de Atahualpa Yupanqui en un medio nacional es en la revista Caras y Caretas, en enero de 1934. En la foto, un morocho de 26 años, flaco, trajeado, con el pelo peinado para atrás y el mocasín diestro sobre un banquito empuña la criolla y clava los ojos aindiados en la cámara. Podía ser el anverso rural de Carlos Gardel -a quien Yupanqui admiraba- en el año previo a la muerte del Zorzal. El epígrafe describía al nuevo valor del folclore como «hijo de un cacique de la tierra de los Incas». Ya desde ese bautismo público, la vida de Yupanqui proyecta una zona borrosa entre biografía y leyenda, pasado y reconstrucción, verdad y fábula.

«Es Yupanqui el que me lleva por el mundo. Mi otro yo se quedó mirando una vieja pampa y un caballo perdido.»

 

Sobre el Autor

Carlos Suarez
Periodista egresado del ISET N° 18 "20 de Junio" de Rosario, S.F. en 1990. Participó del Primer Congreso Internacional de la Comunicación y el Periodismo en 1998. Colaboró con el programa LA OREJA de Radio Rivadavia conducido por Quique Pesoa en 1992. A partir del 1 de octubre de 2018 condujo VIVA LA MAÑANA por Radio Viva 104.9 de Federación, E.R. En este 2019/2020 administra y redacta en esta página Federación al Día. A partir del 29 de junio de 2020 volvió a FM Stereo 99.3 con el clásico "Demasiado temprano para mentiras", desde las 7 de la mañana. En marzo de 2021 comenzó el nuevo ciclo "La Mañana de Uno" por la 106.1, de lunes a viernes y de 9 a 12 de la mañana.

Sé el primero en comentar en «PRIMERA NOTA: ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE ATAHUALPA YUPANQUI (ROBERTO CHAVERO).»

Dejar un comentario