PARA LECTORES: ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL «GORDO» SORIANO.

Hijo de Eugenia Goñi y José Vicente Soriano, un catalán inspector de Obras Sanitarias (la empresa encargada del servicio de agua potable en Argentina), pasó junto a su familia una infancia errante, deambulando por pueblos de provincia tras los destinos laborales de su padre.​ Durante su infancia y adolescencia vivió junto a sus padres en Mar del PlataSan LuisRío CuartoTandil y Cipolletti. A los diecinueve años se radicó en Tandil, donde viviría hasta los veintiséis.

En tercer año de la secundaria, abandonó sus estudios. Durante su adolescencia y comienzos de su juventud se dedicó a diversos trabajos (embalando manzanas y de sereno en una metalúrgica, entre otros). Su pasión siempre fue el fútbol, habiendo jugado de forma amateur en varios equipos, y siendo un conocido «hincha» de San Lorenzo de Almagro.

Comenzó su carrera en los medios en el diario El Eco de Tandil, escribía en la sección de deportes y redactaba columnas sobre algunos personajes famosos de la época.

Cumplidos los 26 años, se trasladó a Buenos Aires en 1969 para integrarse a la redacción de la revista Primera Plana, a partir de lo cual comenzaría su constante relación con el periodismo. La revista fue rápidamente censurada. Pasó luego por Semana GráficaPanorama y La Opinión.

Publicó su primera novela titulada Triste, solitario y final en 1973, la cual fue muy bien recibida por diversos autores.7​ En 1974, en medio de la tristeza por la muerte de su padre, escribió su segunda novela No habrá más penas ni olvido, que sería publicado unos años después.

En julio de 1974, abandonó La Opinión y comenzó a colaborar en el diario Noticias, para recalar luego en El Cronista Comercial. Escribió junto a Aída Bortnik el guion de la película Una mujer, filmada en 1975.

En 1976, debido al golpe de Estado, Soriano se trasladó a Bruselas. Allí conoció a Catherine Brucher, una enfermera procedente de Estrasburgo con quien se casó en 1978 y se mudó a París.

En 1979, fundó, junto a Julio Cortázar y Carlos Gabetta, la publicación mensual Sin censura, dedicada al análisis de la situación de los países latinoamericanos que en esa época se encontraban bajo regímenes dictatoriales. Comenzó también en esos tiempos a colaborar con el diario Il Manifesto (Italia), al que seguiría ligado hasta su muerte. También participó, entre otros, en Le Monde(Francia) y El País (España).

En 1980 publicó Cuarteles de invierno, escrita entre 1977 y 1978. Fue considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia.

En 1983, su novela No habrá más penas ni olvido fue llevada al cine por el director Héctor Olivera, quien ganó el Oso de Plata por la película. Al año siguiente llegaría a la gran pantalla una adaptación de Cuarteles de invierno dirigida por Lautaro Murúa.

En 1984, termina su exilio. Ese mismo año se publica Artistas, locos y criminales, una recopilación de sus artículos escritos en La Opinión en la década de 1970. Sus libros comenzaron a ser de los más vendidos en Argentina, pese a la opinión no muy favorable de parte de la academia de la época.

Esto se mantuvo con sus siguientes libros. Era tal la venta de su obra que en 1995 la editorial Norma pagó 500.000 dólares por ella.

En 1987, formó parte de la redacción original del diario Página/12, manteniéndose en el diario hasta su muerte. Un año después publicó Rebeldes soñadores y fugitivos, una segunda colección de artículos que recogía diferentes notas escritas para la prensa europea durante sus años de exilio.

En 1989, nació su único hijo, Manuel,,​ y publicó el cuento infantil El Negro de París. Un año después, apareció su novela Una sombra ya pronto serás, que fue llevada al cine por Héctor Olivera en 1994. Tras publicar la novela El ojo de la patria (1992), apareció Cuentos de los años felices, la única colección de cuentos que no incluyen artículos periodísticos.

Un año después, publicó su última novela, La hora sin sombra.

Afectado por un cáncer de pulmón, alcanzó a publicar una última selección de artículos, cuentos y semblanzas, Piratas, fantasmas y dinosaurios, en 1996. Murió el 29 de enero de 1997 en Buenos Aires, y fue sepultado en el Cementerio de la Chacarita.

UN CUENTO QUE FORMA PARTE DE UN LIBRO DE CUENTOS.

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día. indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tire en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

–Sos un cabeza hueca–me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.

Me miró y dijo: “Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés”. Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigueñal. De vez en cuando mi viejo gritaba “jCarajo, qué mal trabajan los franceses!” y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

–Doce– le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles . Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.

Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.

–Andá–me dijo–. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las guardias.

Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para el su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

Cuentos de los años felices. © 1993 Editorial Sudamericana

Sobre el Autor

Carlos Suarez
Periodista egresado del ISET N° 18 "20 de Junio" de Rosario, S.F. en 1990. Participó del Primer Congreso Internacional de la Comunicación y el Periodismo en 1998. Colaboró con el programa LA OREJA de Radio Rivadavia conducido por Quique Pesoa en 1992. A partir del 1 de octubre de 2018 condujo VIVA LA MAÑANA por Radio Viva 104.9 de Federación, E.R. En este 2019/2020 administra y redacta en esta página Federación al Día. A partir del 29 de junio de 2020 volvió a FM Stereo 99.3 con el clásico "Demasiado temprano para mentiras", desde las 7 de la mañana. En marzo de 2021 comenzó el nuevo ciclo "La Mañana de Uno" por la 106.1, de lunes a viernes y de 9 a 12 de la mañana.

Sé el primero en comentar en «PARA LECTORES: ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL «GORDO» SORIANO.»

Dejar un comentario