Si el paro general al que se apresta al país tendrá dimensiones históricas no lo fijará tanto la magnitud de la inactividad, que será enorme, sino la eventual continuidad de ese hecho junto con el reflejo político que pudiera mostrarse en las urnas, primero, y después su conversión en un proyecto alternativo concreto. El Gobierno comienza a atajarse -y lo hará de modo creciente- con que la adhesión de los gremios del transporte garantiza unas imágenes de huelga total, siendo que si “la gente” tuviera oportunidad de decidir por cuenta propia no habría esas fotos de parálisis generalizada. El argumento es un sofisma, porque con el mismo criterio podría preguntarse si acaso los trabajadores de colectivos, trenes, subtes, tan contentos o esperanzados con su situación económica, no podrían desconocer el mandato dirigencial. Y aun cuando se tomara como válido que la contribución del transporte público es clave, y que para la foto efectivamente lo es, los números de la actividad en los gremios fabriles demostrarían un amplio apoyo al paro. Pero lo central sigue siendo que esa adhesión del transporte existe por algo, que ese algo espeja a dirigencias del sector que no pueden seguir ignorando la presión embroncada de las bases, y que eso significa una combustión social inimaginada por el Gobierno a poco más de un año de su andar. El jueves pasado, la Plaza de Mayo y sus adyacencias volvieron a reventar de gente con la convocatoria de ambas CTA. Los voceros macristas y sus trollcenters, al igual que respecto de las manifestaciones anteriores y por más que no pueda creerse, se amparan en la explicación de que todos (literalmente) son militantes pagos con choripán, gaseosas y unos mangos -500 per cápita, dice que le dijeron Javier González Fraga, presidente del Banco Nación, quien, hace unos meses, fue capaz de advertir la locura de clases populares y medias por haberse creído que cambiar la moto, el celular o el auto es un derecho que les corresponde-. Se esperan los datos técnicos de González Fraga acerca de la revolución productiva coyuntural que pueda haberse registrado con la venta de chorizos y cocas desde comienzos de marzo, así como de los monumentales recursos de las organizaciones sindicales y sociales para repartir plata alegremente entre unos centenares de miles de carenciados sin otra cosa para hacer que marchar sobre la Plaza. Esta explicación de los agentes de los CEOs gubernamentales no hace más que tomarlos al pie de su letra. Según todas las voces oficiales que se leen y escuchan, el largo millón de personas que salieron a la calle desde el 6 de marzo no tienen componente genuino ni de docentes, ni de trabajadores sindicalizados, ni de profesionales sueltos, ni de mujeres con conciencia de clase a más que de género, ni de gente para la que el 24 de marzo implica una conmemoración ideológica fundamental, ni empleados estatales, ni nada de eso. No. El Gobierno asegura que todo es cuestión de muchedumbres compradas y de kirchneristas con ánimo de bardo. Y, lo cual es dialécticamente peor, inquieren por qué no le hicieron paros y movilizaciones a Cristina. Buena pregunta para que se la respondan con interrogación igual: ¿por qué? ¿Por qué habrá sido (aun tomando como cierto que al kirchnerismo no se le protestó, lo cual es falso)? Y después: ¿el Gobierno realmente cree en el discurso que usa para contraatacar? La respuesta a ese último interrogante es variable, porque los referentes y funcionarios del Gobierno -siempre en off- confiesan cosas diferentes. Algunos piensan, en efecto, en un macrismo que conserva alto grado de aceptación resignada, y minimizan -o toman como lógico- que el peronismo les gane el espacio público. No creen en el efecto calle, aunque pongan atención a lo que vaya a suceder esta tarde. Creen en las redes, y en su trabajo en ellas y, en menor medida, en la agenda de los medios tradicionales adictos que las redes amplifican. Otros admiten que la bronca popular es real y que el pretexto de los militantes comprados no se sostiene, pero afirman que una ligera recomposición del consumo o de las expectativas les permitirá dejar la cabeza a flote en agosto y octubre. Otros están simplemente preocupados por su falta absoluta de candidatos potables, pretendiendo que la compense la dispersión peronista. En todos los casos, los parlantes oficiales y oficiosos reconocen por lo bajo que el Gobierno se halla en su peor momento, y que las internas del equipo económico están a la orden del día. Basta advertirse en la prensa que todavía les sirve de columna vertebral. El tema es que la economía no arranca de ninguna manera y que, ergo, no tienen otro recurso que cargar toda responsabilidad en la herencia recibida. Anuncian la progresión de los aumentos tarifarios justo ahora, y la pregunta ipso facto es si no tienen mejor idea al borde un paro general tras cartón de las movilizaciones de marzo. ¿Son o se hacen?, se indaga. Son. Y además sobreactúan. Están decididos a lo que vinieron a aplicar y descansan en un corto plazo en el que no habría forma de que el/un gran grueso de la sociedad vuelva a confiar en otra cosa, porque esa cosa seguiría siendo asimilable a Cristina, al cepo, a la corrupción, al autoritarismo chavista, a lo que sea de ese tronco conceptual. Tienen fe en las reservas profundamente gorilas de la clase media, porque saben que es desde ahí donde se orienta el humor popular. Eso es cierto. Pero si el Gobierno tiene problemas serios en los sectores medios no simiescos, en los fluctuantes, en los que al fin y al cabo terminaron de volcar la elección junto a los populares incrédulos de que podría retrocederse, su única gran esperanza reside en profundizar la dichosa grieta. Eso está haciendo. La economía, valga insistir con la obviedad, no resiste más ardid que ése. Una buena nota en el mismísimo Clarín, ayer, con la firma de Ezequiel Burgo, (foto izquierda) lo resumió desde el título: “La grieta que no cierra: los datos de la economía versus el optimismo oficialista”. No es que diga algo novedoso, sino que sintetiza muy bien la distancia entre las fantasías macristas de recuperación y lo que percibe y sufre la calle.
Desde el palo contrario, en Página/12 y también ayer, viernes 31 de marzo, Fernando Krakowiak, (foto derecha) en su columna “Ficciones”, se centró en las estadísticas del Indec en torno de la construcción, donde lo único concreto es que -más allá del relato oficial- esa actividad viene cayendo desde que Mauricio Macri asumió la presidencia. “Los anuncios (…) sobre reactivaciones que no existen son aún peores que los pronósticos de mejoras que nunca llegan, pero forman parte de la misma estrategia. Haber prometido que la recuperación se iba a producir en el segundo semestre del año pasado no fue un error, por más que en el Gobierno abunden la improvisación y la impericia, así como tampoco es un error decir que está pasando algo que las estadísticas desmienten”. En síntesis, construcción de subjetividad para que “la gente”, que en el diccionario de Cambiemos es sólo la clase media, confíe en lo que no se nota ni en lo que debería creerse nunca, vistos los antecedentes abrumadores del neoliberalismo puesto a gobernar. Eficaz para ganar elecciones, en el mejor de los casos, este duranbarbismo encuentra su límite a la hora del poder que -además de definible como tal corporativamente- se transforma en administrativo. Las diferencias entre hacer campaña y gobernar: otra obviedad reiterada. Con el escenario económico dando pruebas de que su rumbo no está plagado de errores sino de decisiones estructurales, y apenas prendiendo velas al retorno de las compras en cuotas, algún impacto favorable de las paritarias, algún otro de obra pública, el medio aguinaldo de mediados de año y poco más, la mirada se ubica insistentemente en el tablero político. Como van quedando -parece- cada vez menos opciones por la ancha avenida del medio, la situación tiende a polarizarse -también parece- entre el vuelco a un modelo u otro, con el pequeño detalle de que la representación colectiva o personalizada de tal antítesis no encuentra referentes. Salvo Cristina, claro está, y la por ahora hermética determinación que tomará sobre si ser o no candidata. Hace unos días, Axel Kicillof arriesgó en declaraciones públicas que lo que se plebiscitará este año es Macri, no Cristina. Sugirió que jugar la candidatura de la ex Presidenta es equivocarse, porque sería funcional a los intereses macristas al centrar la discusión electoral en torno de ella. Y propuso que la táctica comunicacional frente a las urnas debe ser con estilo de “¿Te gustó el aumento tarifario que tuviste? Votalo (a Macri) porque ya te prometió que te va a aumentar más. ¿Te gustó la devaluación? Metele porque ya dijeron que la devaluación viene después de las elecciones”. Las declaraciones de Kicillof desataron una tormenta hacia dentro del kirchnerismo, porque hay quienes consideran que Cristina debe candidatearse en agosto sí o sí. La postura del ex ministro es minoritaria en la militancia, hasta donde se cree conocer, pero en cualquier caso revela un atractivo debate interno. ¿Conviene Cristina ya mismo o debe resguardarse para 2019? ¿Y mientras tanto quién? Esta segunda también obsesiona a la alianza gobernante, porque no tiene candidato alguno que no sea la gobernadora Vidal acompañando de algún modo a los que vayan a rascar del fondo de la olla (siempre que no salga malherida de la confrontación con los docentes, y que más tarde eluda -por esas cosas de la subjetividad masiva- la situación económica general y del conurbano en particular). Tiempos de incógnitas, entonces, que por el momento son solamente eso. Pero lo que está moviéndose no parece favorable a la derecha que gobierna.
EDUARDO GARCÍA ALIVERTI
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