Como somos periodistas, voy a empezar por la noticia. Eduardo Antonio Marínez, el «Negro» o «el Toto», estaba de vacaciones en Camboriú, en Brasil, cuando se cayó. Tuvo una convulsión, que es un temblor compulsivo, y debió ser internado. Se le paralizó la pierna y el brazo del mismo lado. El viejo tumor cerebral que lo tuvo a maltraer hace ocho o nueve años y del cual fue operado con láser volvía a jugarle una mala pasada. Afortunadamente, no tan terrible como antes. Afortunadamente. Imagino que él habrá querido estar de vuelta para ser mimado por Lidia (ella le dice mpapi) y para ver que la cara del médico es conocida y no habla en portugués. Pero de alguna manera, a través del portugués, esos médicos de Camboriú que vieron lo terrible de aquel tumor que parece revivir cada tanto, le recomendaron lo mejor. Que se reponga antes d eser trasladado a Federación. Lo último que supe, a través de su esposa, es que almorzaba en tranquilidad y que una vez que se conocieran los resultados de diversos exámenes, sería trasladado. Hasta aquí la noticia.
De ahora en más, un repaso por eso que podríamos llamar amistad condicionada, condicionada por el periodismo y nuestro trabajo en los medios de comunicación de Federación. Nacido en abril de 1969, o sea que yo tenía cinco años y media cuando él nació. no nos conocimos hasta que una vez fui a comprar unas zapatillas a la tienda deportiva que Jorge Sarli tuvo alguna vez frente al supermercado, sobre avenida Entre Ríos, casi Los Jazmines. Eduardo me trató de usted y me dijo que comprar yo aquellas zapatillas, blancas, cómodas y para vóley. Tiempo después, sofocado por el calor como siempre, llegó hasta mi casa para preguntar qué era eso de estudiar Periodismo en la ciudad santafecina de Rosario. Según él contaría después, yo le dije un montón de cosas horrorosas. Y sería él mismo quien certificaría que «me quedé corto» en el relato. La cuestión es que se apareció por la vieja y sucia pensión de calle Ricchieri 860, propiedad de don Braccone, un tío del cantante meloso Elio Roca. Cuando él llegó ya estaba oscureciendo y lo invité a quedarse en mi ruinosa habitación ¡Había llevado tanta, pero tanta ropa, que no tuve más que correr mis trapos y hacerle lugar a su arsenal de pantalones, camisas, remeras y prendas, que no era otra cosa que la inversión que había hecho del dinero ganado vendiendo diarios!
Por aquellos años, 1987, Eduardo consiguió una pensión vieja pero más señorial y a cargo de un tal Cerebrinsky. Era por aquellos años un jovencito de pelo enrulado que no creía en el Papa (Juan Pablo II había estado de visita en la Argentina y en Rosario) y respetaba a rajatablas a Raúl Alfonsín, presidente por entonces. Escuchaba Soda Stereo y Enanitos Verdes y en 1989, cuando la hiperinflación del golpeado gobierno nacional hacía estragos, trabajó de ayudante de albañil. Él había leído artículos de la no tan bien ponderada revista norteamericana en castellano, Selecciones del Reader´s Digest, donde se hablaba de Raoul T Walsh y yo le contaba quién había sido Rodolfo J. Walsh. Él era muy vergonzoso.
Él pudo recibirse antes, que era como se decía antes cuando uno egresaba con el título, y se vino. Yo seguí unos años más en Rosario. Hicimos en la primitiva y primera querida Radio Cristal, la 95.5 de calle La Rioja, un programa vespertino llamado «La Pared». Después tomamos caminos diferentes y competimos tras la noticia cuando él hacía el noticiero del canal de los Racedo y yo hacía mis primeras armas en El Federaense. Confluimos junto a Mario Geist en 1999, en el hoy inexistente semanario Milenio. Que él tuviera una visión diferente a la mía en cuanto al periodismo nos distanció.
Toda relación que tenga al cariño en sus idas y venidas se nutre del odio también. Odio algunas cosas de él pero eso no mella el aprecio por su profesionalismo y porque la vida nos arrimó tal vez más de lo deseado. Ahora que, además de las anécdotas propias de unas vacaciones en Brasil y al lado de un suegro como el que tiene sumará esto del patatúz que le dio, lo saludo y lo abrazo.
(Editorial en caliente porque así lo pensé, a medida que lo iba escribiendo. Desgraciadamente, tiene algo de panegírico ¿No? Pero yerba mala nunca muere)
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