El Eternauta es todo lo que una gran adaptación debería ser: respeta los ejes centrales de la obra original, pero a la vez les imprime una mirada, una personalidad y un corazón propios. No necesita ser la versión definitiva de la historieta –que, por cierto, el propio Oesterheld revisitó en 1969 junto a Alberto Breccia –; lo que le basta es ser la lectura de Bruno Stagnaro. Y esa identidad propia, con sus desvíos, variantes y recovecos que no existían en la obra original, tampoco elimina la posibilidad de una futura adaptación que siga al pie de la letra la edición de 1957 como elección narrativa.
Lo que me da cierta ternura es ver a quienes se ofenden porque Stagnaro no hizo una reproducción exacta de cada cuadro de Solano López. Justamente, esa diferencia con el material base es lo que más disfruté de la serie: el espíritu de Oesterheld y Solano está intacto, pero Stagnaro lo incorpora desde su propia experiencia, sin abandonar el corpus de su obra. Ahí están, como ecos, los rastros de Guarisove, Pizza, Birra, Faso, Okupas y un Gallo para Esculapio en cada escena. Esa consistencia en su identidad es absolutamente admirable.
Este maravilloso Eternauta, posible en tantos universos paralelos, atravesó Malvinas, la hiperinflación, el corralito y la pandemia, con sus máscaras apocalípticas como testigos. Y también debe haber atravesado la nevada no mortal de 2007, aunque de esa no haya rastro en la historia.
Siento, con muchisima alegría, que vamos a hablar de esta serie por mucho tiempo.
Todo arte es político, lo queramos o no. Se puede discutir si es partidario, proselitista, dogmático o militante, pero siempre es político. La Capilla Sixtina es política. Periquita y Tito son políticos. El Eternauta modelo 57 también lo es. Tenerle miedo a la política es una forma de apagar el disenso, de callar las voces incómodas. Y ya sabemos cómo termina eso.
AUTOR: Axel Kuschevatzky -Productor de películas- Cinéfilo.-